jueves, 25 de noviembre de 2010

Amiga mía...

Ahora, amiga mía

que una flor de papel preside el aire,

que el aire se deshace en dulces pétalos

de jadeante miel en tus rodillas,

ahora que no hablamos del otoño

ya nunca más

para no tropezar con tu mirada,

ahora que te adentras por la vida,

ligera, según dices,

desposeída al fin de prejuicios,

ideas recibidas, tiempo estéril,

incomprensibles normas y principios,

ay -ahora

que la virginidad navega todavía

como un barco vacío por oscuros telares,

por intactos desvanes y sueños sin sentido,

qué hacer en medio de la tarde,

cómo entregarse sin terror de pronto

y cómo confesar que detrás de tu lecho

odiosa la inocencia,

inservibles los claros pensamientos,

traicionan palabras aprendidas

en revistas de moda, tópicos de vanguardia,

digo, tópicos que tan libre te hacen,

aunque no de ti misma,

aunque no de tu vientre inopinado

donde súbito baja,

feroz y sofocante, el duro golpe

del corazón.

Qué tierna insensatez la de estar solos,

la del estremecimiento vergonzoso

ante la voz del hombre

Y el no estar a la altura de las propias palabras

con esfuerzo aprendidas,

pues ahora

bien sencillo sería el acto del amor

sin aquel eco

soez de sumergidas tradiciones

no expurgadas a tiempo,

ahora que la misma indiferencia

de las frases audaces y ante oídas

del loro varonil tan propicia parece,

si la conversación no fuera ya pretexto,

argumento de un miedo mal oculto

a no saber qué hacer en este trance.

Demasiado tarde vuelves

a recaer en frases y agudezas,

mientras escondes el temblor que sube,

absurdamente provinciano y burdo,

de niña de agua dulce,

desusada y antigua, hasta tus labios,

mientras repites al pic-up la misma

canción francesa que nos gusta tanto,

que nos hace sentir más al corriente,

casi no necios ni burgueses tristes.

Qué fácil fuera ahora desnudarse,

dejar caer el velo simplemente

sin el terror oscuro que te ata

a los núbiles senos,

qué fácil fuera acaso si no fuera

por la flor jadeante de papel amarillo

que preside la tarde,

por el desasosiego súbito que oprime

hasta el dolor tu tímida cintura

por la imposible confesión aciaga

de tu añeja inocencia,

por el urbano gesto

de loro aclimatado a otras regiones

con que el varón disfraza su animal procedencia,

por los pasos de alguien que se acerca,

por el timbre que suena

como un ángel guardián ( te ruboriza

sin poder evitarlo el pensamiento )

y la ocasión disuelve, mientras tú más segura

recuperas ingenio y frases hechas,

piensas que, al fin y al cabo, volverá a repetirse,

prefabricada como es, y entonces

no dudarás en entregarte,

entonces

-es decir, sin que llegue

el deseo a pasión ni la pasión a amor

ni el hálito terrible del amor

al abrasado borde de tu cuerpo.

José Angel Valente